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ENCUENTRO INTERDISCIPLINARIO SOBRE LA MUERTE

Writer's pictureInka Colla

"Crónica de una muerte por COVID"

En memoria de Juana Eliana Abalos Portas, nacida en Antofagasta de 1927 y fallecida en pandemia, Santiago, 2020.


Desde el primer día en que me propuse escribir una bitácora sobre el proceso del cuerpo en aislamiento, mi vínculo somático me llevó a la reflexión sobre el tiempo. El tiempo, no sólo en cuanto al momento, el pasado, el presente y la incertidumbre del futuro, si no por la experiencia somática de la historia, sus heridas, las cicatrices que forjan la personalidad de hoy. Así me volqué al contacto con mi ser querido más antiguo, mi abuela. Siendo una extensión de ella, me propuse pensar mi cuerpo como engendro suyo. A pesar de nuestras diferencias en creencias y estilos de vida, mi postura física, mis ojos, mi risa, mi amor por la independencia, por la generación de archivos, por la estética del misticismo, vienen de ella. Me dediqué los últimos meses a entrevistarla por teléfono (a veces intentándolo por whatsapp, pero sin mucho éxito). Al teléfono lo adoraba, desde que perdió movilidad por sus lesiones de la edad, recuerdo que acostumbraba a pasar tardes enteras colgada hablando con sus amigas, familiares y cualquiera que quisiera tener una conversación extendida de risas y preocupaciones, tensión y distensión. De esta forma pudimos estar conectadas, más conectadas que nunca podría decir, y pude atisbar con mayor paciencia entre sus desvaríos de anciana llegando al siglo, el por qué este fue el momento en el que pudo desprenderse y soltar lo que la mantenía apegada a la vida.

Han pasado 14 años desde que murió mi abuelo, su marido. Fue un 1ro de mayo del 2006. El rito de muerte fue muy distinto al que tuvo que vivir ella. En estos 14 años su curva de vida tuvo vuelcos esperados, pero poco deseados. Cuando dejó de ser la esposa se encontró con ella misma y su propia vejez. Abrazó la independencia y la soledad. El cuerpo le recordó el paso del tiempo y tuvo que irse al hogar, ese lugar donde se encuentran todas y todos aquellos a los que el tiempo les recuerda que son seres mortales, y donde al parecer encontró con resistencia un sentido de realidad. Aunque siempre fuimos de largas conversaciones, hay una edad en la que algunos recuerdos se toman el protagonismo de la memoria, por lo que en nuestras llamadas los relatos siempre eran los mismos. Entre mis diarios encontré una carta que me escribió en el 2010. Era una breve reseña de su vida que le pedí para un trabajo de universidad. Ésta partía diciendo que “su vida no era muy distinta a la de todas las mujeres que en algún momento tuvieron que dejarlo todo para convertirse en madres y esposas”, y continuaba destacando aquellos recuerdos que siempre repetía y que atesoraba como a los que a ella le pertenecen. Me di cuenta que todos esos recuerdos eran de antes de ser madre y esposa, y pensé, cuán diferente es la vida que llevamos, en la que el deber ser se apoderó de su devenir y marcó el paso esperado de las cosas. Ella misma reflexionaba estos pensamientos cuando conversaba con sus compañeras del hogar. En mis escritos anteriores relato algunas conversaciones de sobremesa que tenía con sus amigas, en las que comparaban sus anécdotas sobre sexualidad con las de sus nietas. Hablaban de feminismo y las nuevas ideas de amor. Aunque en sus 92 años haya pasado por guerras, dictaduras y terremotos, lo que más le impresionó fue la transformación de las concepciones de familia, amor y feminidad.

Me resuena una frase que me dijo en una de las últimas llamadas antes de que llegara el COVID al hogar. “Una vez que eres madre, la idea de muerte se queda para siempre en tus pensamientos”. Su padre fue el primer acercamiento que tuvo con la muerte. Su padre querido era un masón con sensibilidad de espirita. Cuando veo las fotos que me heredó en mi rol de protectora de los recuerdos familiares, siento la mirada de mi bisabuelo y algo en mi tiembla. Siempre que hablábamos de la muerte ella contaba el sueño premonitor que le anunció la muerte de su padre, motivo por el cual se negó a seguir recordando sus sueños. Soñó el día, momento y motivo de su muerte, meses antes de que sucediera. Los sueños eran su canal como heredera de aquellas creencias que conectan la vida y la muerte. Y no solo los sueños, también el dolor. Supongo que cuando me compartió su reflexión sobre la maternidad y la muerte, algo tiene que ver con sus relatos de parto. Siempre contaba que en los nacimientos de sus dos hijos y mi madre, su papá estuvo ahí, parado en una esquina de la sala de hospital. Es como si hubiese estado ahí, además de para acompañarla, para recordarle que la vida y la muerte están conectadas, y como se nace, también se muere, pero aunque se muera siempre estaremos ahí, “porque la vida es un misterio” como diría ella, al igual como debe haber dicho él. Así, la carta sobre su memoria tiene un viaje que pasa de sus juegos de infancia, a sus aventuras de adolescente, a su curiosidad de joven estudiante, al asentamiento del matrimonio, el miedo a perder a sus hijos, y la curva de la mortalidad, en la que sus compañeras de infancia, hermanos y parientes comenzaron a partir. En esta termina diciendo: “No voy a vivir en este mundo para siempre, pero mientras esté aquí, no voy a perder el tiempo lamentándote por quien pude haber sido o preocupándome por quién seré. Sólo sé que seguiré disfrutando cada minuto que viviré.”

Cuando llegó el COVID al hogar temblé pensando cuando nos burlábamos del bicho y decíamos que en todos estos años esperando la muerte, este sería el peor escenario. Los trajes de astronauta y la fosa común. En su risa nerviosa sabía que era una posibilidad, y aunque quería escapar de eso, aún así decidió quedarse y enfrentar un posible final. El orgullo la superaba. La idea de que su familia tuviese que asistirla en su falta de autonomía era algo que no podía soportar. El contagio estaba cerca y por ende el aislamiento fue total. Mi madre me contó una escena pesadillesca. Mi abuela tenía una vecina con alzheimer que a veces se pasaba a su habitación. Un día amaneció el baño desordenado, y una masa negra con aspecto de caca, pero sin olor, reposaba en el suelo. En mi imaginario era el bicho que se estaba esparciendo por el hogar. Pudo haber sido la vecina, pudo haber sido la Muerte anunciando su llegada. La cosa es que mi abuela, a pesar de sus dolores, se puso a limpiar. Puede que ese haya sido el momento del contagio, y no me extrañaría si es que la imagen descrita traía el misterio de una masa indescriptible que se apoderaba del lugar.


Los eventos siguientes sucedieron a la velocidad de una pandemia mundial. Llegó el bicho y bloquearon el hogar. El 4to piso fue sometido al aislamiento total, sin embargo el virus ya se había propagado. Hicieron examenes, pero las primeras muestras SE PERDIERON EN EL LABORATORIO. No se sabía cuántos de los ancianos que compartían el recinto estaban contagiados. A la semana mi abuela sufrió una caída y ahí se detonó la desgracia. Se cayó y la falta de enfermeras y el colapso del sistema médico hicieron que todo fuera peor. No teníamos cómo comunicarnos. Los suministros para calmar su dolor se demoraban. La información de su estado de salud se retrasaba. El protocolo covid la condenaba a vivir su agonía en soledad. Le hicieron nuevamente el examen y efectivamente era un positivo más...un positivo más dentro de un torrente de noticias pandémicas que sofocan el imaginario apocalíptico de muertes en masa, de fosas comunes, de una necropolítica poco transparente que todos sabemos, pero que no podemos manejar. Por primera vez sentí el peso del distanciamiento social....en las conversaciones con mi abuela, sabía que ella no quería vivir este proceso sola. La familia estaba confundida, descolocada. Más allá de la muerte, nos convocó la necesidad de contención, el acompañamiento, el proceso de duelo. ¿Cómo agradecerle, amarla, acompañarla en su agonía a través de la pantalla?¿Cómo acompañar a mi madre, la hija menor, la hija mujer, la persona de corazón abierto, materno, sensible, que adolece a la distancia ante el desconsuelo ajeno?¿Cómo invocar a nuestros muertos, a su padre, mi abuelo, sus amigas, nuestras ancestras?¿Cuál es el rito en la virtualidad?

Propuse ponernos de acuerdo para prender una vela a una misma hora, disponer un elemento que nos recuerde a ella, escribirle una carta y quemarla al fuego, concentrando nuestra energía para que le llegue, lo sienta, para que su mundo espiritual escuche y la acompañe en su tránsito hacia lo desconocido. Fui a la playa y recolecté un poco de arena; fui al mercado y conseguí su flor favorita; saqué una fotos de mi abuelo y mi bisabuelo que había pegado hace

unos años en mi relicario; y monté al centro de la mesa, un altar con velas encendidas en candelabros de mi tatarabuela, una fuente con arena de mar, las fotos, las rosas, leí la carta que me escribió hace años, leí la que le escribí y la quemé, mientras transmitía en video para mi familia, y a su vez recibía los registros de sus propios ritos. Ritualidad virtual. Le enviamos videos, cantos, fotos de nuestras velas, registros de navidades y fiestas pasadas. Le escribí mil mensajes de amor que su enfermera le leía y nos respondía con su agónico “gracias, gracias”. Cuando sus mensajes de voz tenían cada vez menos oxígeno, todos supimos que eran sus días finales. En nuestros registros de whatsapp, están literalmente sus últimas palabras.

Mi primo doctor, el único con permiso médico que pudo atravesar la barrera y visitarla en representación de la familia, anunció: “Primos, la meme ya tiene la mirada fija, dedos helados, sin dolor y tranquila. Ya creo que queda poco.” Y murió. Murió en compañía de una enfermera a la que quería, una chica menor que yo que decía que mi abuela se parecía a la mujer que la crió. Me consuela que al menos se fue dándole la mano a alguien que la quería...Ella misma la vistió. Dijo que la dejó elegante, como era mi abuela. Pudo maquillarla, despedir su cuerpo tendido, rígido y frío. Imagen que solo puedo imaginar ante la imposibilidad de velarla, despedirla en cajón abierto con luz de vela y contemplación nostálgica, ceremonial.




Comenzaron las 24 horas de salvoconducto para vivir mi proceso de duelo. 24 horas tenía para preparar el viaje, cambiar de región, llegar al cinerario, amarnos entre familia sin abrazos, acompañar a mi madre cumpliendo el distanciamiento social y entrar a la ceremonia de turno en un cementerio hermetizado y colapsado por el protocolo y la muerte. El sistema funerario colapsó. Fuimos testigos de cómo la burocracia termina manipulando los datos para hacer más rápido el procedimiento. La misa duró 20 minutos. No nos podíamos acercar al cajón. Estábamos sentadas en diferentes bancas. El cura con mascarilla y guantes de látex, preguntó cómo se llamaba la difunta, dispuso los equipos de streaming y predicó oraciones que nadie repetía cuando lo requería. Les 10 que pudimos estar presentes, reímos por el absurdo del momento, sabiendo que ella también reiría. Al finalizar, me quedé sola unos segundos junto al cajón. Aproveché de despedirme mientras la imaginaba solemne, tranquila y feliz. Me cayeron lágrimas de adiós y salí. Vi mi celular, y ese momento de intimidad estaba siendo transmitido por redes sociales. Funeral virtual. Todo su proceso de muerte ha sido registrado.

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